"Tengo ganas de todo", ya lo decía Lorca.
Ganas de escribir libremente, para mi, el primero, y vaciarme por dentro; de romper en trizas el último vestigio de esa coraza, protectora de emociones, que dudo si alguna vez tuve; y tirar esas gafas y abrir los ojos para que a través de ellos me vea, cualquiera, el alma.
Ahora más que nunca, tengo ganas de ir por la vida a pecho descubierto, de sacar el dedo a lo que no me gusta y a lo que jamás me gustará; de saltar en un concierto hasta sudar la última gota y exhalar el penúltimo aliento, y el último, guardarlo para morder esta fruta de verano y que su jugo me chorreé hasta la barbilla, para leer aquellos cientos de textos que siempre tuve pendientes, ver todas las películas de culto que tras verlas, me definen; ver, el diferente atardecer de cada día, los cielos vertiginosamente estrellados de cada noche y sentir el frío del amanecer, en todas las playas, montañas, ciudades, pueblos y calles; disfrutar de cada uno de ellos, por ser irrepetible, único, el primero y último.
Ganas, de rodearme de lo auténtico, de lo genuino -si algo queda-, y echar a un lado los fantoches y sus fantochadas, cerrar el estrecho círculo de lo que importa y de quien importa, y dar largas a lo trivial, a lo insulso. De hablar con desconocidos de los que todo hay que aprender, y no bailar el agua a nadie y de retar al destino con bruscos giros sólo para ver si continúa en su afán de marcar el camino.