Foto: @marietepiz
Muchos años después, me he visto buscando a mi abuelo entre ni si quiera lo que pueda llamar ruinas de lo que fue su casa, su ilusión, uno de sus escasos proyectos vitales, del cual nada queda.
Como una macábra broma, sólo dos plameras, viejas y destartaladas, dan fe de que el tiempo ha pasado, de que pocas cosas perdurán, dan ejemplo de que se puede vivir en tiempos buenos, y también en los malos, sobreviviendo aunque sea sin esplendor.
La vida me da una nueva lección, un nuevo aprendizaje, si cabe el más importante, obliga a rehacerse, a saber vivir con lo que algún día fue guardado dentro, a saber comprender lo efímera que es la vida, ser conscientes de que cuando no estemos, poco quedará, sólo un recuerdo - con suerte, grato - en las generaciones inmediatas, nada que vaya a transcender mucho más allá, acabaremos extiguiéndonos cuando desaparezcamos del recuerdo de quien nos quiso, de los corazones de los que tuvimos cerca, con los que compartimos risas y llantos, cuando nos olviden o desaparezcan aquellos a los que dimos algo o todo, sin esperar recibir nada por ello.
Remuevo con el pie la tierra árida, levanto polvo seco, hallo pequeños fragmentos de recuerdos de los que me gustaría encontrar evidencias que hayan perdurado como los recuerdos lo han hecho en mi memoria.
Ando por los lugares que tantas veces recorrí, rememoro con exquisito detalle cada rincón, recuerdo aquel día en el que regué aquella planta de la que ahora no hay rastro o aquel tomate que recogí del huerto en el que tanto aprendí.
Veo imágenes nítidas de los lugares en los que me sentí feliz, aquellos lugares que eran místicos en aquellos veranos de olores agradables, chapuzones refrescantes y de tormentas a resguardo que impregnaban el ambiente de su característico olor desprendido de la arena al caerle las primeras gotas de lluvia.
Se me dibuja una sonrisa en la cara al recordar aquellos baños dentro de un cubo en agradable compañía, aquellas persecuciones de gallinas a las que dábamos libertad y luego se la quitábamos, aquellos sopones desproporcionados, que sin prejuicios, echábamos a la ensalada, aquellas mañanas en las que no tenía que madrugar pero me levantaba al amanecer para contemplar desde el baño a los pájaros revoloteando en la parra, el frío al entrar mojado en casa, el olor de la despensa de la abuela que siempre tenía algo apetecible o de las viejas tinajas de vino dulce que dejaban escapar una gota, las tardes de siestas obligadas, a las que siempre buscábamos alternativas, las visitas inesperadas que me llenaban de alegría, las expediciones de caza furtiva donde nada cazábamos pero mucho ingeniábamos...
Podría poner fin a este relato, con una moraleja forzada, o con una frase que me permita cerrar una etapa imponiéndome dar carpetazo al pasado y centrarme en el presente o el futuro, pero creo que lo bonito de los recuerdos, es que ayudan en el presente y en el futuro, y siempre, siempre deben permanecer vivos...